por J.P. Lázaro
No soñaba. Estaba obligado a dejar de hacerlo. Pudo sentirlo aún en el otro lado. Pudo sentir lo definitivo de aquellos últimos instantes plácidos que debía dejar atrás urgentemente. Bajarse en marcha, saltar sobre suelo firme a pesar de los riesgos. Asuntos pendientes afuera.
Pudo abrir los ojos, aún atrapado en una voluntad que sentía prestada. Pero en la habitación de ella, recordó sobresaltado. Y del otro él. Explicablemente solo sin poder explicárselo primero. Enseguida sin querer explicárselo. Dudó entre desperezarse con urgencia y esperar un poco para reunir fuerzas antes de emprender la huida necesaria. Tenía que salir de allí cuanto antes. Y con los pies en el suelo ya no pensó más: actuó deprisa, ya plenamente consciente se vistió, de manera atropellada recogió del suelo los cristales rotos aunque evitó cortarse con ellos, y apenas tuvo que alisar un poco la colcha sobre la que había amanecido. La acción se desarrolló ligera hasta llegar a un punto a partir del cual ya sólo quedaba salir de allí para no haber estado nunca.