por José Carlos Iglesias
No había en todo el Instituto profesor como él, siempre sonriente y dispuesto a ayudar.
Sus clases eran amenas y era tal su influencia sobre los alumnos que todo lo que sugería se adoptaba como norma. Los sábados por la tarde quedábamos para echar un partido de baloncesto: la mejor forma de mantenernos alejados del botellón y los porros.
Los domingos por la mañana tocaba una ruta por el campo: botas, bocadillo y a observar pájaros. Hasta que le dio los viernes por los talleres de consumo responsable. Nos enseñaba a ahorrar y a no despilfarrar para que después lo aplicáramos en casa.
Ese fue su gran error. Quien no tenía un padre empresario, tenía una madre dependienta o una tía vendedora. Pusieron el grito en el cielo y no pararon hasta cargárselo.
El último día de curso hasta el mismo director le puso mala cara. El negocio es el negocio, le dijo, y se fue a comer junto al resto de profesores, invitado por la editorial en cuyos libros aprenderíamos al curso siguiente.