por Petrarca.
Llamaron y abrí. No había nadie. Era ella. La hice pasar y cerré la puerta. No le pregunté su nombre. Si la había elegido invisible era, entre otras cosas, para no tener que preguntárselo. Fui a ducharme y volví a la habitación. ¿Dónde se encontraba? La cama estaba deshecha. Atravesada de parte a parte, la almohada fingía ser una mujer dormida. Deslicé mis dedos entre sus pliegues y sentí cómo su calor me acariciaba y desaparecía, cómo contactaba con mi piel y moría tras el contacto. No estaba allí. Antes de que se enfriara su recuerdo lo respiré de entre las sábanas y lo absorbí hasta hacerlo mío. Oí su risa detrás de las cortinas. El sol la iluminó y la traspasó, haciendo que el aire adquiriera a través de su cuerpo una nueva forma y proyectara por todas partes las partes de mujer que a ella le faltaban: en el sillón estaban sus pechos, sobre la estantería su vientre, su sexo sobre el televisor... Si la había elegido invisible era, entre otras cosas, para no tener que verla marchar.