por J. P. Lázaro.
Caminábamos juntos. Íbamos a la tienda de Manuel a recoger un par de excusas y un porvenir, ¿te acuerdas? Sólo nosotros podíamos, los demás estaban enredados en sus telas de promesa. Del cielo comenzaron a caer pequeñas gotas de nostalgia que nos mojaron un poco al principio. Tú tampoco dijiste nada, y nos fuimos empapando.
Caminábamos juntos. Íbamos a la tienda de Manuel a recoger un par de excusas y un porvenir, ¿te acuerdas? Sólo nosotros podíamos, los demás estaban enredados en sus telas de promesa. Del cielo comenzaron a caer pequeñas gotas de nostalgia que nos mojaron un poco al principio. Tú tampoco dijiste nada, y nos fuimos empapando.
El cielo parpadeó y aquella extraña precipitación espesó hasta envolvernos, como si un mundo de ideas se desplomara sobre nosotros dos. Mirábamos y no veíamos nada. Escuchábamos tratando de oír en el estrépito. Buscando di contigo, te toqué el brazo y me pareció que estabas al otro lado del mundo, de este mundo que temblaba. Nos abrazamos confusos, resignados al miedo y a lo extraordinario de aquel suceso que bebíamos y que nos desbordaba. Y pude sentirlo: tu calor palpable, triste y agonizante, ciego como nosotros dos.
Apreté aquel abrazo de miedo en un intento vano por no perderte, pero hubo un momento a partir del cual ni siquiera podía mantener el equilibrio. Te perdí cuando perdieron mis pies el suelo, cuando mis brazos se arrastraron, cuando mis manos ya sólo asían recuerdos inútiles.
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